Introducción
La idea de que el tipo nominal de nuestro Impuesto Sobre Sociedades (el famoso 30%) es excesivamente elevado es un mantra instalado en la opinión pública que se repite machaconamente para, a continuación, pedir insistentemente la rebaja del tipo de gravamen de sociedades.
Lo cierto es que las empresas españolas no tributan por ese tipo nominal, sino por un tipo efectivo muy inferior, incluso ridículo, como se trata de demostrar en el presente artículo, teniendo en cuenta lo que nuestra legislación establece para dicho impuesto y los datos declarados por las sociedades españolas en 2.009, de acuerdo con las publicaciones estadísticas que la Agencia Tributaria en su página web (
http://www.agenciatributaria.es ).
Las cuatro tablas y el gráfico que figuran en el anexo de este artículo toman los datos de ahí y describen determinadas partidas y ratios que al lector en este momento inicial le resultarán incomprensibles. De momento nos basta con saber que las tablas muestran datos de dos tipos de empresas: las llamadas “grandes” y las llamadas “empresas de reducida dimensión”: éstas últimas, dicho con carácter general, son aquellas cuya cifra de negocios es inferior a 8 millones de euros. Y, dicho esto, empezamos.
El meollo de la cuestión
El Impuesto sobre Sociedades (o “impuesto sobre la renta de las sociedades”, término en desuso pero más preciso) es un impuesto directo, personal y subjetivo que grava los rendimientos obtenidos por las personas jurídicas. Para poder gravar a este tipo de contribuyentes emplea una técnica muy convencional que busca, en primer lugar, determinar cuál es esa renta, transformarla en una base imponible, aplicar un tipo de gravamen proporcional (un porcentaje), permitir una serie de deducciones al producto de esa base por tipo y, finalmente, ingresar el resultado. Aunque así, dicho todo de corrido, la cuestión parece muy complicada, si analizamos separadamente su mecánica, nos damos cuenta de que la cosa es muy sencilla; se reduce a cuatro pasos:
Paso primero.-
Conocer la renta, que es tanto como saber “cuánto es lo que la sociedad ha ganado”. El sentido común apunta a que si un contribuyente (haciendo abstracción de si es o no sociedad) vende por 100 una cosa que compró por 80, “habrá ganado” 20. El sentido común basa el cálculo en la “cuenta de la vieja”, el Impuesto sobre Sociedades basa su cálculo en una cosa más complicada, el resultado contable.
Paso segundo.-
Transformar esa renta en base imponible: entra aquí la mano del legislador fiscal para indicar que conceptos que contablemente podrían ser gastos deducibles, fiscalmente no lo son, y qué otros ingresos o rentas que contablemente sí son computables, el legislador, por diversos motivos, quiere dejar exentos o que sólo se consideren ingresos tributarios en una parte. También aquí aprovecha el legislador para permitir que pérdidas de ejercicios anteriores puedan ser compensadas con beneficios del presente.
Paso tercero.-
Aplicar a la base imponible calculada de acuerdo con lo explicado en el paso anterior uno o varios tipos de gravamen. Estos tipos son porcentajes que al actuar sobre la base imponible nos detallan la cantidad “bruta” de impuesto a pagar. Y digo “bruta” porque esa cantidad debe ser “limada” con beneficios fiscales en forma de deducciones. A esta cuota “bruta”, técnicamente se la denomina “cuota íntegra”.
Paso cuarto.-
“Limar” la cuota íntegra hasta convertirla en la cantidad a pagar “de verdad”. Esta tarea se realiza mediante las deducciones en cuota, que el legislador permite por razones políticas (favorecer las exportaciones, las inversiones en I+D, el fomento de empleo, el cine, la Copa América, las Jornadas papales de la Juventud Mundial…). La mecánica es siempre la misma: el contribuyente acredita haber realizado un gasto o inversión en esa materia y el legislador le permite deducir del impuesto una parte de dicho gasto o inversión[1]. El resultado de este “limado” es una nueva cuota, más pequeña, que es la que “de verdad” se paga: técnicamente se denomina “cuota líquida”.
Un error extendido, derivado de la compleja mecánica del impuesto es, como sucede con el IRPF, confundir lo que se ingresa en la declaración con el impuesto que se paga (cuota líquida): parte del impuesto que se paga ya ha llegado a la Hacienda Pública con anterioridad a la declaración vía retenciones o pagos fraccionados: lo que en la declaración “sale” a ingresar o devolver no nos dice nada.
Otro error, esta vez extendido con mala fe, simplifica los cuatro pasos descritos a uno solo, el tercer paso (aplicar a la base un tipo), como instrumento para quejarse si ese tipo es demasiado alto: los difusores de ese error se olvidan de que ya “meten mano” en los otros tres pasos para que la tributación por este concepto impositivo sea mínima. Ahora vamos a ver cómo lo hacen:
El resultado contable
Desde 1.995 el Impuesto Sobre Sociedades se ha arrodillado ante la legislación contable[2]. Con anterioridad a esta fecha era el legislador tributario el que decía que ingresos se computaban y qué gastos eran deducibles y cuáles no. Era lo que se denominaba un “plan contable fiscal”, que, en definitiva emanaba del poder legislativo.
A partir de esta fecha el proceso se invierte: el legislador debe aceptar el resultado contable como rendimiento obtenido por la sociedad y realizar, sólo en aspectos parciales, algunos retoques. Aunque, aparentemente, nada se resiente; después de todo el Plan General de Contabilidad también es una norma interna (Real Decreto) de nuestro ordenamiento, lo cierto es que las directrices contables se imponen desde fuera, desde “lobbies” de empresas multinacionales de auditoría y contabilidad, que emiten auténticas normas[3] que luego se trasladan a las legislaciones nacionales.
Esas normas internacionales de contabilidad, como es lógico no obedecen a razones fiscales, ni al interés de la población, sino que tratan de favorecer la libertad económica y de mercado, eliminando rigideces y controles de forma que cualquier decisión empresarial encuentre respaldo en “una determinada forma de contabilidad”. El esquema tradicional contable ya se prestaba a ello[4], pero el “nuevo paradigma” se presta mucho más, pues permite a las empresas, amparadas en nuevos conceptos como el “valor razonable”, contabilizar cómo, cuándo y cuánto les dé la gana.
Es esencial saber que el punto de inflexión de este cambio de paradigma se localiza a partir del escándalo ENRON (2.001): la contabilidad creativa de esta empresa eléctrica no contaba entonces con un soporte contable por lo que flamantes multinacionales de auditoría naufragaron e incluso algún auditor fue a la cárcel. Para que esto no volviera a ocurrir, el “lobby” de las empresas auditoras y de contabilidad, que controlan a nivel mundial la doctrina contable, redactaron unas nuevas normas, muy flexibles[5], de forma que cualquier escándalo futuro no pudiera achacarse a la falta de diligencia en su control.
Dicho esto es fácil deducir la credibilidad que suponen las cuentas redactadas por las empresas de acuerdo con el marco conceptual contable existente (sean redactadas según el plan contable español, francés o estadounidense): todas adolecen del mismo problema de exceso de flexibilidad y de dejar, en manos de la propia empresa, la interpretación de la valoración de sus operaciones, la determinación del resultado contable y si, en definitiva obtienen pérdidas o ganancias contables.
En las cifras que vamos a analizar se aprecia este factor junto con el tradicional problema del fraude en este país. Si tomamos en la tabla 3 del anexo el ratio que resulta de dividir la cifra de negocios declarada por todas las sociedades no financieras de este país en 2.009 vemos el margen “neto” no llega al 3% (2,97%), es decir que de cada 100 euros que ingresan, sólo son beneficio 3 euros, aclarando que este “beneficio” se refiere a beneficio o resultado contable, que pudiera no coincidir con el real.
El panorama es desolador se mire como se mire: si miramos el número de sociedades que declaran beneficios contables (resultado contable positivo) vemos que son menos de la mitad (44,08%). Si somos más exigentes y queremos saber cuántas tienen una base imponible positiva (se prevé, si no hay “limados”, que van a pagar algo al fisco), vemos que sólo la tercera parte de los declarantes (33,24%) van a hacernos ese “favor”.
El desglose entre “grandes y pequeñas”, también es indignante: las empresas de reducida dimensión presentan márgenes negativos (-1,22%), es decir que pierden dinero con su actividad; pero quizá sea más indignante saber que las grandes empresas “sólo” declaran como beneficio un 4,45% de su cifra de negocios.
Si el Plan Contable permite dotar provisiones más o menos ficticias, si permite justificar “valores razonables” de los activos de las empresas que acaban en pérdidas “virtuales”, si ampara precios de transferencia en operaciones vinculadas, posibilita amortizar como gasto deducible sobreprecios por la compra caprichosa de activos… la tributación de estos “ingenieros contables” se reduce, sin tocar la legislación del Impuesto sobre Sociedades, a cero.
La base imponible
El segundo paso, como se recordará, consiste en “trasmutar” el resultado contable en base imponible.
Existe un artículo clave en la legislación del Impuesto Sobre Sociedades[6] que todo el mundo debería conocer: el artículo 10.3. Reza así: “En el método de estimación directa, la base imponible se calculará, corrigiendo, mediante la aplicación de los preceptos establecidos en esta ley, el resultado contable determinado de acuerdo con las normas previstas en el Código de Comercio, en las demás leyes relativas a dicha determinación y en las disposiciones que se dicten en desarrollo de las citadas normas”. Al lector que haya llegado hasta aquí lo del “resultado contable” y las normas del Código de Comercio le resultará ya algo conocido del paso primero. Lo que la norma nos dice es que el legislador fiscal quiere retocar “algo” el resultado contable antes de “reempaquetarlo” como base imponible.
Estos “retoques” (técnicamente se denominan “ajustes”) se pueden hacer en un doble sentido: como aumentos (la base imponible se hace mayor que el resultado contable, lo que implica pagar más impuestos) o disminuciones (viceversa). Las razones de estos ajustes constituyen una mezcla técnico-política que, a veces es difícil disociar: se quiere favorecer a las empresas que recurren al leasing, a las que invierten en la Reserva de Inversiones de Canarias, en I+D, las que tienen actividad exterior[7]… Por otro lado hay provisiones tan “ficticias” que no sería de recibo permitir que erosionen la base imponible, como tampoco tiene sentido que sea gasto deducible el propio impuesto sobre sociedades, las multas y sanciones…
Entre todos estos ajustes, por su relevancia, conviene señalar la aplicación de bases negativas procedentes de ejercicios anteriores[8], que no es otra cosa que la posibilidad que la Ley otorga al contribuyente que tuvo pérdidas en ejercicios anteriores de compensarlas con beneficios del ejercicio presente: en sí ya es un dudoso beneficio[9], pero configurado sin prácticamente límite alguno[10] y teniendo en cuenta que es posible compensar pérdidas procedentes de hasta ¡18 años![11] este beneficio fiscal se ha convertido en el principal “coladero” para conseguir que las grandes empresas absorban otras con grandes pérdidas y, finalmente, no paguen jamás por el Impuesto sobre Sociedades.
De nuevo los datos son muy ilustrativos: En la tabla tres se observa el porcentaje de aumento que experimenta el resultado contable para convertirse en base imponible. Hay que tener en cuenta que ese ratio se ha calculado respecto de los contribuyentes que declaran bases imponibles positivas (tercera columna) para evitar tener en cuenta aquellos casos en los que los ajustes no tienen reflejo en la base imponible[12]: en media el resultado contable “crece” un 7,68%, es decir, que “se paga por”[13], aproximadamente un ocho por ciento más que por lo que dice el resultado contable. Pero, si desglosamos entre grandes y pequeñas empresas, enseguida vemos que las grandes apenas “ven crecer” su base imponible (un 4,75%), mientras que las empresas de reducida dimensión aumentan desde el resultado contable a la base imponible más de un veinte por ciento (20,57%)[14]. Este es el segundo lugar en el que las empresas pueden “meter manos” para no pagar o pagar menos en el Impuesto sobre sociedades.
El tipo de gravamen
Base imponible x tipo de gravamen = cuota íntegra es la sencilla fórmula para calcular la tributación “bruta” de la entidad. A estas alturas el lector ya está advertido de la adulteración en la cuantía de la base imponible que hace que la importancia del tipo de gravamen sea secundaria. Por eso mismo, simplemente quiero recordar la panoplia de tipos vigentes, algunos, simplemente indignantes: empezando por el 0% para los fondos de pensiones, el 1% para las Instituciones de Inversión Colectiva, el 10% de las Entidades sin Ánimo de Lucro[15], el 19% de las SOCIMI[16], el 20-25% de las microempresas, el 25% de las cooperativas y otras, el 25-30% de las empresas de reducida dimensión, el 30% general… Entre tanta especialidad es difícil concluir siquiera que el 30% sea el tipo “general” de sociedades.
Deducciones y cuota líquida
Llegamos al paso en el que se materializa sino la mayor (las descritas anteriormente ya son de envergadura) la más evidente estafa al Impuesto sobre sociedades: La cuota “bruta” (cuota íntegra) obtenida del producto entre base imponible y tipo de gravamen, se “lima” con no menos de veinte deducciones “en cuota” para llegar a una cuota líquida difícilmente reconocible antes del “pulido fiscal”.
Estas deducciones poseen dos características notables: en primer lugar atienden a diversos motivos de política económica (protección de sectores, fomento de tecnologías, de actividad exportadora, de determinados acontecimientos…) mezclada con componentes técnicos (las deducciones por doble imposición, por ejemplo[17]) y constituyen verdadero “gasto fiscal”, es decir, que, como las subvenciones, en definitiva, “nos cuestan dinero a todos”: en concreto 13.791 millones de euros[18] nos costaron en 2.009, según los datos de la Agencia Tributaria.
En segundo lugar a estas deducciones acceden los contribuyentes “de un determinado nivel”: las pequeñas empresas es difícil que dispongan de paquetes de control de otras empresas, presten servicios y ejecuten obras de ingeniería en el exterior, realicen inversiones en I+D, produzcan películas, patrocinen equipos deportivos, colaboren con eventos del tipo “Año Jubilar Guadalupense” o la “Barcelona World Race”[19]… mientras que las grandes empresas es raro que no participen en todo este tipo de actividades. De este modo, cualquier espectador que asista a un evento cuando vea la etiqueta de una de esas empresas sabrá, a partir de ahora, que es así como esas empresas evaden legalmente sus impuestos.
El resultado final es que con estos artificios legales la cuota íntegra sufre una cura de adelgazamiento cuyo resultado final es la pérdida, en términos generales, de casi un 30% de “peso”: un 29,44% de la cuota íntegra se pierde en deducciones, formándose con el 70,56% restante de la cuota íntegra, la cuota líquida o cantidad de impuesto a pagar.
El desglose entre grandes y empresas de reducida dimensión pone de manifiesto lo dicho anteriormente respecto al “status” requerido para acceder a las deducciones: mientras que las grandes empresas se dejan por el camino la tercera parte de la cuota íntegra (un 32,13%), las pequeñas empresas se benefician sólo de un 17,87%, como se aprecia en la tabla 3 del anexo.
Todo ello conduce al número final de esta atracción circense: si dividimos el impuesto pagado (la cuota líquida) entre la base imponible declarada (y manipulada), el resultado será el tipo efectivo de gravamen que soportan las sociedades y, a éste y no al nominal (el tan mentado 30%) es al que habrá que atender cuando se hable de si es alto o no. Los datos, de nuevo son contumaces: el resultado es, para el conjunto de empresas no financieras, excluidas cooperativas, entidades exentas y transparentes, tan sólo un 20,03%. Y si hacemos el desglose entre grandes y pequeñas, nos encontramos con el colmo de la regresividad, puesto que las empresas grandes disfrutan de unos tipos efectivos del 19,72%, mientras que las empresas de reducida dimensión se sitúan en el 21,21%. Estos son, señores, los tipos reales del Impuesto sobre Sociedades, por más que el Señor Durán i Lleida opine otra cosa.
Una aplicación práctica
A la hora de pagar el recibo de telefónica observe el siguiente hecho: con los datos aquí expuestos, en el mejor de los casos, cada euro que usted pague se traducirá en 4,45 céntimos de beneficio para la empresa: esos 4,45 céntimos, incrementados ligeramente para formar la base imponible y aplicando el tipo efectivo (y no el nominal del impuesto) se convertirán en… ¡1 céntimo de impuesto![20] (en realidad un poquito menos): ya sabemos cuánta es la “excesiva” fiscalidad que soportan nuestras (grandes) empresas: un céntimo por cada euro que ingresan.
Conclusiones
Hablar de excesiva tributación en el impuesto sobre Sociedades de nuestras empresas es, más que un chiste, una broma macabra: el Impuesto sobre Sociedades, en su redacción actual, presenta tantos agujeros que, prácticamente, su tributación es “a la carta”. Estos agujeros se extienden tanto por el resultado contable (construido de forma discrecional) como en la base imponible (con ajustes que la erosionan) como en las deducciones en cuota, que terminan de rematar el impuesto. No es extraño concluir en que, según datos públicos de la Agencia Tributaria, la recaudación del impuesto sobre sociedades haya degenerado desde el inicio de la crisis económica con una caída espectacular desde los casi cuarenta y cinco mil millones de euros de 2.007 hasta los 16.198 millones de euros de 2.010, retrocediendo a niveles de 1.999, como se aprecia en el gráfico 1 del anexo.
Disminuir el tipo nominal del Impuesto sobre Sociedades, acercaría nuestra tributación al “modelo irlandés”, del que hoy todo el mundo aborrece, pues una rebaja de cinco puntos porcentuales de tipo nominal nos acercaría al fatídico “15%” del denostado “tigre celta”, perdiendo en el viaje cerca de cinco mil millones de euros.
Por el contrario, la solución pasa por vigorizar este impuesto, sobre todo para las grandes sociedades. En este sentido es necesario adoptar las siguientes cuatro medidas:
Primera: construir un nuevo “plan contable fiscal”[21], en la línea de Estados como Alemania, indicando nuestro legislador, legitimado por la soberanía nacional, qué es lo que a las empresas fiscalmente les es lícito deducir como gastos y en qué cuantías.
Segunda: atajar los ajustes entre el resultado contable y la base imponible, para evitar erosiones a la magnitud sobre la que aplica el tipo de gravamen, solución que “va de suyo” con la propuesta anteriormente: si hay “plan contable fiscal” no hay necesidad de “ajustes”.
Tercera: mantenimiento de los tipos de gravamen, con replanteamiento de los más bajos (fondos de pensiones, instituciones de inversión colectiva, SOCIMI’s…)
Cuarta: eliminación de todas las deducciones en cuota con excepción de aquéllas que tengan una naturaleza meramente técnico-tributaria.
Sólo así se habrá avanzado en la construcción de un verdadero sistema tributario justo, independiente de los caprichos del poder económico.